Continuamos con esta serie sobre la tipografía española, o basadas en trabajos de famosos tipógrafos e impresores españoles, que todo diseñador debe conocer.
En la primera parte se describía la situación histórica que facilitó la época en que la tipografía clásica española se hizo adulta (2ª mitad del s.XVIII). Hablemos ahora de cómo una obra puede mostrar que la tipografía es un arte.
Me apresuro a matizar esta afirmación: es un arte, pero no consiste en diseñar letras bonitas. La tipografía tiene una función muy clara, una función industrial, y es que debe servir para componer textos que funcionen, que se lean y se perciban de la forma que mejor pueda servir al mensaje.
Una tipografía, en origen, era un conjunto completo de letras sueltas en forma de piezas de metal, de una aleación compleja de plomo, llamadas tipos. Pero, a pesar de que una tipografía es por sí sola un producto de elaboración cuidadosa, no es un objeto con un fin en sí mismo. La tipografía no «vive» en la caja (como ahora tampoco «vive» en un archivo de fuentes del ordenador). En su caja, en los cajetines del chibalete sólo está a un nivel latente: una tipografía solo vive cuando se lee, cuando compone palabras, párrafos o páginas.
En la actualidad, una tipografía es un archivo digital de los equipos y programas informáticos que permite componer textos para cualquier finalidad, pero, en su uso tradicional inicial, el destino de una tipografía era el uso por un taller de imprenta. La imprenta era el lugar donde una tipografía tenía su razón de ser. Era el impresor el que hacía que una tipografía estuviera viva, saliera al mundo y llegara a las manos y los ojos del lector.
En esta segunda parte conoceremos cómo una tipografía puede llegar a su máximo esplendor de manos de un buen impresor.
El taller de Ibarra
El taller de imprenta de Joaquín Ibarra es una referencia en la historia de las artes gráficas en España. Llegó a las cotas más altas de maestría y prestigio en su oficio, y lo hizo porque la calidad de su producción era excelente (sobre su persona, ver parte I).
Ibarra incorporó en sus trabajos varias novedades tecnológicas, como mejoras en los acabados del papel, cambios en los usos tipográficos, mejoras en la calidad de las tintas y también varios avances en la organización y clasificación de los cuerpos tipográficos, adelantándose en parte a los futuros trabajos de tipometría de Didot y Fournier. Por otra parte, en lo que llamaríamos hoy el control de calidad, Ibarra era muy exigente en la selección de su personal y en la técnica de producción. Todo esto llevó a que el taller de Ibarra consiguiera en sus trabajos una calidad de impresión casi insuperable. Se calcula que hasta su cierre en 1836 salieron de este taller unos 2500 libros, aunque no todos han llegado hasta hoy.
Una de sus obras impresas más famosas es la Conjuración de Catilina y La guerra de Yugurta, de Cayo Salustio (impresa en 1772). Para esta edición se utilizó una tipografía elegante y sobria diseñada por el grabador Antonio Espinosa de los Monteros.
De esta edición se hizo una tirada limitada (120 ejemplares) que se destinaron como obsequio a los miembros de la Familia Real. Y por si fuera poco, ejemplares de esta edición, por su extrema calidad, también se distribuyeron entre varias personalidades de otros países como muestra en el extranjero del arte de la imprenta española. A eso se le llama un buen trabajo.
Años más tarde, la Real Academia Española se propuso hacer una edición muy cuidada del Quijote. La producción se puso a cargo del maestro grabador Gerónimo Gil, ya citado (parte I), y se imprimió en el taller de Ibarra en 1780. Para ella se seleccionó una tipografía elegante pero muy personal creada por Gil a partir de los trabajos del más prestigioso calígrafo del momento, Fco. Javier de Santiago Palomares. El resultado, la obra impresa, hay bastante consenso general en considerarlo como la más bella edición del Quijote publicada en España.
La obra recién impresa la presentaron al rey Carlos III que, orgulloso del trabajo, distribuyó ejemplares entre todos los embajadores extranjeros. Incluso hoy día un Quijote de Ibarra todavía es objeto de alta cotización entre el mercado de bibliófilos y coleccionistas, y cualquiera que quiera gozar de una biblioteca de verdad, no puede renunciar a incluir un ejemplar completo con sus cuatro tomos (bibliófilos como Arturo Pérez Reverte pueden decirlo).
Como colofón y muestra del buen oficio del maestro, el taller de Ibarra fue también pionero en la iniciativa de recopilar conceptos y procedimientos técnicos del trabajo y estructurarlos como reglas de la producción. Estas reglas y directrices técnicas dieron lugar más tarde, en 1811, a la publicación del primer manual de tipografía española: se tituló Mecanismo del Arte de la Imprenta y su autor, José Sigüenza. D. José ejerció de regente de la Compañía de Impresores y Libreros del Reino, y fue discípulo de Ibarra.
Finalmente, hay que puntualizar que, contra lo que se suele entender, Ibarra no fue tipógrafo, ni grabador, ni abridor de punzones. No diseñó tipografías ni creó matrices. Ibarra fue un impresor, un maestro impresor excelente, uno de los mejores de nuestra historia (por supuesto, junto con otros de gran nombre y prestigio como Antonio Sancha, Benito Monfort y José García Lanza). Pero la razón por la que se reseña aquí es porque en sus obras impresas, cuidadas, bellas, de impecable legibilidad y lecturabilidad, admirables por su perfección técnica, utilizó varias de las mejores tipografías creadas en España en la época. Hizo el mejor uso que se podía hacer de ellas, y gracias en parte al buen trabajo de su taller podemos nosotros conocerlas ahora.
Continuar leyendo (parte III).
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